domingo, 28 de abril de 2013

Si sale el sol, me follo tu Adiós.

El sol acaricia mi piel lentamente a través del cristal; mis ojos se ciegan parcialmente y cierro los párpados, como si un beso tuyo volviera a cerrarlos; música en mis oídos a través de enormes cascos morados, versos que se confunden con mis pensamientos en forma de primavera para ti; en pequeños desvelos vislumbro los campos verdes que hay justo después de la facultad: quién diría que estoy a sólo 10 minutos de la colmena de Madrid. Nos imagino rodando por esas colinas, tú regalándome una margarita y yo, soplando un diente de león en el que pedir que todos los pétalos digan "Sí". Pero hasta las margaritas tienen la fecha de caducidad marcada. Y la nuestra murió, como en un invierno gélido lleno de despedidas que se convirtieron en rutina, no permitiéndome ver más allá, creyéndome en continua historia de amor sin final. Pero el otoño pasó y acabó, como todas las estaciones, y todas nuestras flores murieron, toda nuestra luz se marchó. Y en cada día de diciembre te escribí una carta, en este mismo trayecto que ahora realizo, mirando por la ventanilla del tren, sintiéndome desnuda y fría, como la escarcha sobre el esqueleto de los árboles muertos. Así sentía yo que estaban: muertos como yo desde que te fuiste con mi corazón en una mano y ninguna explicación en la otra. Pero la vida siempre vuelve y aquí, otra vez, recordándome que puedo sobrevivir (aún  no me he acostumbrado a vivir, vayamos por pasos) y que, aunque esta primavera se me asemeje igual a aquella en la que te besé bajo un cerezo en flor, no es la misma.

Ya he llegado a la estación: por poco me quedo dormida. Y entonces mi cuerpo se activa, todo mi yo se pone en funcionamiento. Miro a mi alrededor y nadie parece notar nada raro en mí, aunque yo me siente como una autómata. Qué bonito es soñarte de día, no necesitar esconderme en la oscuridad de las noches en las que te gritaba y me rajaba la vida plasmándola sobre un papel. De día todo parece algo más fácil, algo más cálido, algo más lleno de tu ausencia. Y eso me reconforta, porque aunque no estés, esta distancia se ha convertido en mi compañera de viaje. Será porque no he buscado a alguien que la sustituyera; no, qué va. Pero es que tú me hiciste el amor y eso, eso ya no hay nadie que pueda deshacerlo. Digamos que yo no quiero a alguien que me vuelva a enamorar, sino a alguien que me desenamore de ti. Y ya que estamos, que me enamore un poquito más de mí. 


Ahora tengo que meterme en el metro. Lo odio. Es un hueco oscuro, vacío, y encima intentan hacer como si no lo fuera con todas esas lucecitas cegadoras. Mis ojos chisporrotean, alguien me empuja. Joder, yo quiero la calma de tus brazos.


Saco las llaves, subo lentamente las escaleras. Huele a garbanzos, a casa. Y de alguna forma, efluvios de ti. Será que llevo tu fragancia pegada a mi piel. No, espera: eres tú. ¿Dónde estás? ¿Has estado aquí? Corro, me ahogo: tercero, cuarto, quinto... y por fin. Tú tendrías que estar aquí. Bueno, a veces las ganas me juegan una mala pasada. Vuelvo a respirar: hay que continuar.


Entro y está Katie cantando en la cocina, David Bowie y la pasta al pesto la acompañan. Cómo la quiero: su vitalidad, su energía, su sinceridad, sus empeños por follarse al mundo sin condón. Sonrío y, por un momento, me doy cuenta de mi propia piel, de mis límites y de lo que realmente me apetece: bailar. Así que dejo las llaves en el recibidor y la chaqueta resbala por mi cuerpo hasta llegar al suelo. Y entro y la veo, rizos pelirrojos surcando el aire, y me uno a ella. Me mira, con ojos brillantes, pecas en las orejas. Y de repente, atisbo una mota de dolor en sus ojos verdes.


-Kat, ¿pasa algo?


Baja las pestañas, apaga la radio. Callada, recupera la respiración poco a poco. Alza la vista, serena y calmada, aunque miedosa. Lentamente, acerca sus manos a las mías y las aferra con fuerza, como un amante a punto de pedir perdón.


-Cielo, tengo que contarte una cosa... Ha estado aquí. No me ha dicho mucho, pero te buscaba a ti.


Mi corazón se para, el mundo se nubla, la sangre golpea mis sienes. Arcadas, arcadas de las palabras que llevo tanto tiempo callándote, que no me permitiste gritar a tu nuca alejándose. Versos de segundos alimentándome de sueños frustrados, orgasmos de noches en las que no te hice el amor a ti, pero pensé en cada segundo en tus clavículas.


-¿Cómo? Pero, ¿cuándo ha venido? ¿Qué te ha dicho? Joder, Katie, cuéntamelo. ¿Hace mucho que se ha ido?


Me doy la vuelta, tropiezo con mis propias promesas de nunca más suplicarte. Recojo la chaqueta, me topo con el miedo y la incertidumbre. Katie me abraza por detrás:


-Por favor, no vayas. Te he visto llorar por todas las partes de tu cuerpo estos últimos meses, temblar a cada paso. Te has superado a ti misma, poco a poco has dejado atrás ese Pasado en el que naufragaste. Por favor, no te hagas esto.


Me rebelo, pataleo como una niña pequeña. Y lloro, exploto. ¿Sabías que por fin estaba consiguiendo andar sin que nada músculo de mi cuerpo me partiera en dos de dolor? ¿O es que te has enterado de que me he tirado a media ciudad y vienes a hacerme sentir como una mierda?

Me giro y Katie me abraza: hundo la cabeza sobre su pecho y le empapo el pelo.

-Sólo me ha preguntado qué tal estabas. Lloraba, creo que está metido en un lío serio. Me ha dicho algo de una chica y un camello. Va a intentar hacer como siempre, usarte de ancla y luego, se volverá a ir.


Lloro amargamente. A través de la ventana, un rayo de luz repta por mi espalda: siento su calor yendo hacia mi nuca. Respiro, tomo una gran bocanada de aire y me incorporo:


-Katie, déjame ir, por favor... No puedes decirme esto y pretender que no haga nada.


-No, peque, más bien al contrario, pretendo que hagas algo muy grande: dejarle ir por fin. Yo estaré a tu lado, te lo prometo.


Y entonces, como ocurre siempre con los hechos inesperados: que tú volvieras, creó una cadena de acontecimientos aún más inesperada. Y en dos minutos, sin saber cómo, estoy esnifando el olor del cuello de Katie, mordiéndole los labios, mezcla de sal, rencor y amistad. Y ella me agarra el pelo por la nuca, me aprieta contra su cuerpo. Y yo lo siento firme, cálido, distinto, nuevo. Encuentro sus vientre lleno de color, de placer.  Como en las películas de amor que tanto odio, dejamos un rastro de ropa hasta su habitación. La tumbo con agresividad sobre la cama, me abro a horcajadas sobre ella y ella me agarra de las caderas, me atrae mientras incorpora la cabeza: y su lengua me roza, me lleva al éxtasis. Y por un momento sólo estamos ella y yo: te hemos echado a patadas del corazón, del sexo, del amor. Esta cama es demasiado pequeña para tres.


Nos quedamos abrazadas, sudorosas, pegadas. Ella me acaricia el pelo y siento correr sus lágrimas sobre su bello rostro. Entonces confiesa, un amor prohibido sale de su boca y la siento más desnuda que nunca. Se levanta sin vergüenzas, sin prejuicios, sin Pasados que esconder y me enseña su diario: tiene 192 cartas para mí. Y ambas derramamos más ternura sobre ellas, las mojamos de ambrosía y dolor.


Mañana será otro día.




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