viernes, 1 de febrero de 2013

Sin nombre.


Ella no es de esa clase de personas. No, ella no se despeinaba, no bailaba sin los zapatos puestos, no se empapaba de sudor de cuerpos extraños ni provocaba elixires en otros labios. Sin embargo, ahí está ella, en mitad del amplio salón de la casa de verano, encima del sofá, copa en mano, el alma de la fiesta. Parece poderosa, ajena a los pequeños seres etílicos que la miran con ojos golosos desde abajo, regodeándose en cada detalle: la melena ondulada moviéndose sin cesar de un lado a otro, descubriendo a cachos su cuello y sus hombros; las uñas pintadas de negro agarrando con fuerza el vaso del que ya ha derramado más de la mitad; el ajustado vestido negro que se le ha subido hasta más allá de los muslos y, sobre todo, sus ojos, sus brillantes ojos y perdidos, a ratos abiertos, a ratos cerrados, dejándose llevar por una melodía que ni conocen.
No, así no se solía comportar ella. Ella era la cauta, la inteligente, la madura, la comedida, la que escribía poesía en bancos sobre amores torturados inconfesables, la que deseaba fervientemente que alguna vez la besaran bajo la luz de una farola como tantas veces había imaginado. Y contra todas expectativas y pronósticos, se había mudado de piel, se había alzado sobre unos relucientes zapatos negros de tacón y había decidido enterrar a aquella muchacha de ojos tiernos, melancólicos, risueños… aunque fuera por una noche. Quería cambiar de perspectiva, sentirse de un modo diferente al que acostumbraba, no sé, más grande, más libre de sus propios miedos, más dueña de su corazón.
Ella no tiene suficiente, es ambiciosa por una vez en su vida y esta noche, quiere tener el control. Coge de la mano al primero que sus vidriosos ojos consideran semiatractivo y lo dirige sin vacilar al piso de arriba. Él dice cosas, pero ella ya no escucha: hoy no quiere ni que le den lecciones ni creerse cuentos, no va a rendirse ante promesas ni ante mañanas. Así que lo tumba sobre la cama y le besa el cuello con ansia; sus manos buscan deshacer el cierre del cinturón, su lengua dibuja el camino de la vida y, de pronto, se topa con sus ojos: negros, tremendamente oscuros, llenos de deseo y ambrosía pero, sobre todo, de vacuidad. Ella se reconoce a sí misma en ellos, llena de pasión y sentimientos, con una esencia robada.
Ella se aleja corriendo, descalza, baja las escaleras y se dirige tambaleante hacia el jardín; se aleja del ruido de la fiesta, de las risas, de los recuerdos. Corre, no deja de correr, pero es incapaz de huir de su propio pasado, de las huellas dactilares tatuadas en su piel, de todos los “te quiero” no dichos que tiene posados sobre los labios.
Vomita, vomita todo lo que lo ama y lo que lo odia, literalmente, junto a un árbol de hoja caduca. Escribir antes solía ser su forma de sacar la basura de su interior, pero esta vez ella necesitaba algo más fuerte. ¿El motivo? Porque siempre hay un motivo, normalmente nada filosófico, sino que viene de la carne, desde las entrañas más profundas.
Esa misma mañana, en el rastrillo de cosas viejas que ella adoraba, lo había visto, a Él su antigüedad más anhelada. Él iba con otra ella, pareciéndose entonces ella a sí misma una cualquiera. Hacía un año era ella la que estaba ahí, junto a él, enseñándole miniaturas de hojalata y rodeándole el brazo con cariño. Y él reía, de la misma forma que lo hacía ahora con la otra ella. Ella había sido fácilmente sustituible, como un juguete roto al que se le ha acabado la pila. Ella ya no era “ella”, la musa, el amor de su vida, esas cuatro palabras tan perfectamente formadas en los labios de él; habían sido también sustituidas esas cuatro letras por otras nuevas mucho más acordes aunque, irónicamente, del mismo número: Nada. Ella fue amor, ella es nada.
Ella se seca con el dorso de la mano las babas de la boca, alejándose dos o tres pasos, se sienta derrotada sobre el frío y húmedo césped. Sola, ella está sola, pero ha sido ella quien ha salido corriendo, quien ha dejado todo atrás. Como hace unos meses dejó de lago a sus amigos, encerrándose en sus poemas, alimentándose de sus desdichas, bebiéndose sus lágrimas.
Ella, ¿quién era ella? Sabía quién había sido, la chica torpe de ojos azules miedosos, rara en sus costumbres, la amiga veinticuatro horas de todos los demás menos de ella misma, la cuidadosa, la enamoradiza, la de la libreta negra bajo el brazo. ¿Y ahora? ¿Ahora qué? ¿Se lo había podido llevar él todo?
Ya está bien, ni una lágrima más, ni un solo verso con sus sílabas, ni una gota de su pluma con su firma. Ella es mucho más que todas las palabras de amor que construyó sólo para él y que fueron arrojadas por la borda. Ella puede amarse mucho más de lo que él demostró que podía ser amada. Ella es única e irrepetible.
Ella ahora tiene sueño, la hierba le canta nanas.
Ella mañana por fin tendrá nombre.
Ella volverá sentir.
Mañana, Ella, será otro día.

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