La luz de la vela tililó por un segundo encima del
escritorio, como si un alma en pena la hubiera rozado, envolviendo su aura de
tenebrosidad y penumbra. La habitación
estaba cargada de una sensación sobrecogedora, casi muerta, pero con una
minúscula vida en su interior. La última carta escrita a mano, tinta negra
emborronada por lágrimas saladas, yacía en el tablero, con la llama a su vera
tornándola de sinestralidad, ternura y tristeza. Curiosamente, su simple imagen
reflejaba perfectamente su contenido. Una pequeña figura se encontraba encogida
de la cama, en la oscuridad, mirando fijamente al vacío. No era un vacío
físico, por supuesto, la estancia estaba más que atiborrada de objetos, libros
y demás enseres, sino a su propio vacío interior. No podía dormir, al cerrar
los ojos un temor indescriptible la acongojaba, dejándole sin aliento; temía no
despertar, sumirse en la más profunda oscuridad, desaparecer como su amor lo
había hecho. Era incapaz de sentarse y sentirse a solas con su tristeza, sumida
en las tinieblas del agujero negro que se estaba formando ahí, en medio de su
corazón, perforándole el alma. Así que también era incapaz de estar en una
habitación sin una pizca de luz. Era cuanto menos una actitud infantil, que el
simple temblor de una vela la aliviara en tal forma, pero así era, así lo
necesitaba; buscaba cualquier resquicio de calor, de esperanza, algo a lo cual
aferrarse para mantenerse con vida, anclada a este mundo, sin rendirse ante sus
más oscuros deseos que la empujaban a abandonar, a claudicar, a decirse adiós
para siempre.
La carta. Apenas podía mirarla de reojo, así que ahí se
había quedado, encima de la mesa, como un animal herido y abandonado. Quizás
por eso había colocado la pequeña fuente de calor precisamente a su lado, de
alguna forma, para pedirle perdón, para abrigarle y darle cobijo, ese abrazo
que ella ahora no podía dar. La carta la había destrozado por completo pero, al
mismo tiempo, era su único recuerdo palpable, las últimas palabras que él le
había dedicado, la última vez que él había pensado en ella. Pero Elisa no podía
dejar de pensar en él, su mente volvía una y otra vez a cada detalle,
repasando, rememorando, intentando aprender una lección que no encontraba por
ningún lado. Al final había llegado a la simple conclusión de que hay cosas que
escapan a nuestro control, lo cual la eximía de una gran responsabilidad,
permitiéndole un momento de alivio momentáneo. Pero sí así era, entonces era
incapaz de encontrar una moraleja, de empezar de nuevo, todo había parecido
dispuesto ante ella como por azar y ahora tenía en sus manos los dados y no
podía empezar la jugada. Un simple trozo de papel se había filtrado en ella,
cortándola en dos mitades de forma afilada, cruel, casi quirúrgica; una parte
se había marchado, quizás como espíritu errante, la otra, se mantenía sobre su
cama abrazándose las piernas como una niña pequeña.
Finalmente, decidió aventurarse entre la penumbra que
envolvía la madrugada hacia la ventana. Apoyó el rostro contra el frío cristal,
sintiéndose por un momento más viva al contacto con él, y contempló el paisaje.
Era trémulo cuando menos. La luna esa noche había inundado el campo lleno de
flores y rastrojos con un tinte plateado pálido, casi gélido, precioso pero
sobrenatural. No era real, no lo parecía. Ahí estaba la prueba de que todo era
una pesadilla, la carta no era una despedida, él no había desaparecido para
siempre; pero el dolor crepitante de su pecho le devolvió a la realidad. Las
amapolas habían florecido recientemente, de modo que la noche contenía también
los matices granates de sus hojas, como un mano cubriéndolo todo con
delicadeza. Elisa también quería que alguien la arropara, como solía él hacer
con sus firmes brazos, rodeándola con delicadeza y fortaleza, como si ella
hubiera sido un pajarillo apunto de escapar al que había que amaestrar. Quizás
había sido así. Cuando él la conoció, ella era un alma libre y pura y poco a
poco, Elisa se había ido acomodando a él, aceptando cada vez más y más,
asimilando y tragando, construyéndose su propia jaula con las manos de él. Y
ahora que ya se había acostumbrado, ahora que ya no podía vivir sin él, ahora
que estaba cómoda en su nueva condición, él la arrojaba de nuevo al mundo, a la
nada, a la soledad, a la incertidumbre. Era cuanto menos, cruel.
Elisa se dio la vuelta y contempló la misiva. Era hermosa a
su manera, con la caligrafía con un patrón caótico pero al mismo tiempo, bello.
Un poco como él, con su pelo siempre revuelto y las manos manchadas de tinta
azul y negra; y sus brillantes ojos observándola, en cada rincón, anotando en
su libreta cada mínimo pensamiento que Elisa le inspiraba. Sí, él solía decir
que ella era su musa, pero era terrorífico que de hecho lo hubiera sido hasta
el final. Sí, la carta era su pedazo de él, aquello que aún permanecía, pero le
parecía oscuro y siniestro que hubiera tenido que pensar en ella justo al
final. Ella no quería verse como una nota a pie de página, como la moraleja de
una vida. No, ella quería ser el comienzo, el desarrollo más bonito, erótico y
bonito jamás escrito, una historia de amor viva, real, colorida, llena de
adjetivos y figuras retóricas. Elisa no quería ser la despedida.
Eran las dos de la mañana cuando Elisa llegó a casa. Había
estado en casa de sus padres cenando y el asunto se había alargado
considerablemente. Cuando por fin abrió la puerta, no le extrañó la oscuridad
que reinaba la casa: él debía de estar durmiendo. Así que se dirigió a su
cuarto y comenzó a quitarse la ropa sin prestar demasiada atención a su
alrededor. Sin embargo, de pronto, un escalofrío le sobrevino, como un aire
espectral envolviéndola, como unas palabras susurradas a sus oídos, apenas
audibles. Y por fin, lo vio. Había utilizado el ventilador del techo para
colgarse. Elisa quiso gritar, voz muda en su garganta, ahogada, comiéndola. Sus
ojos inundados no la dejaban ver. Corrió a tientas hasta él, pero no se atrevió
a tocarle. Y entonces, vio la carta, sus motivos, su despedida. Él convertido
en papel, cenizas y papel.
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